LAS HIJAS DEL AGUA
Primer Capítulo
Primer Capítulo
No hay milagros sin esperanza; al menos no en aquel tiempo, no en aquella ciudad. Recostada en uno de los balcones de sus aposentos, Arabella Massari contemplaba pensativa la llegada de sus invitados. En la luz del crepúsculo, que teñía el cielo de rojos y naranjas, se alzaba majestuosa la hilera de góndolas que se afanaban por llegar a Ca Massari antes de que se marchara la última luz del día. Las embarcaciones se arremolinaban y algunas se apresuraban a descargar los últimos víveres: buen vino y especias de Oriente, lechones recién sacrificados y un sinfín de exóticas aves preparadas para desplumar y hornear. A pesar del trajín de pequeños y distintos navíos por el Canalazzo, todos se movían al compás de la batuta de Arabella, la Gran Maestre. Desde lo más alto de su palacio, observaba la escena a través de sus anteojos de montura de oro, un regalo de su admirado sultán otomano Selim III. Un antiguo compañero de lecho convertido en un aliado que la protegía. Arabella acariciaba con suavidad los anteojos mientras comprobaba la calma inquietante de las aguas. Mal presagio para la misiva que debía llegar de París aquella misma noche. En los últimos meses, la hermandad había sufrido varias bajas; demasiadas muertes en poco tiempo la habían debilitado. Arabella lo había dejado claro en la última reunión: «Necesitamos convocar a más mujeres, hacernos más fuertes y más presentes. El mundo está cambiando y debemos remar en esa dirección». Adelina, Lina, su fiel criada, vieja, coja y analfabeta, sabía que en la habitación secreta, como ella la llamaba, se cocinaba el peligro. Nadie se lo había dicho, pero había oído hablar de las brujas y, aunque no pensaba que su señora lo fuera, era la única que sabía que allí se reunían una decena de mujeres cuya identidad se ocultaba tras una moretta, la máscara que durante siglos habían utilizado las damas de sociedad. Huérfana de boca, la máscara había sellado y mantenido en el riguroso silencio a las mujeres pues, para sostenerla, debían sujetarla con la boca, mordiendo una bola de madera.
Lina observaba, temerosa y escondida en la penumbra, la llegada intermitente de las damas negras al palacio. Atracaban sin ser vistas, seguían el rastro invisible pero conocido hasta que, atravesando una pared como si fueran fantasmas, desaparecían. «¡Jesús!», Adelina no podía evitar estremecerse cada vez que las contemplaba. Sin perder la fe, pegaba la oreja a la húmeda pared de piedra con la esperanza de oír algo que saciara su curiosidad. ¿Qué hacían aquellas mujeres?
¿Quiénes eran? ¿Qué planeaban? ¿Por qué se ocultaban? Sentada en una pequeña silla de madera, pasaba horas de guardia obedeciendo órdenes de su señora.